El campeonato de natación
Claire Fabre
Translated by Alicia Martorell
Me llamo Rafael y tengo ocho años. El sábado pasado era el campeonato de natación. Llevaba meses y meses entrenando, ya no podía esperar más... ¡Este año realmente quería ganar!
En general, prefiero quedarme en mi cuarto y no suelo ser el primero en salir. Por una vez, había logrado atarme los cordones de los zapatos a la primera, la mochila estaba preparada e incluso me había acordado de ponerme el traje de baño debajo del pantalón. Esperaba ansioso junto a la puerta.
Mamá daba vueltas buscando la convocatoria que tenía en la mano. Lila y Gastón, todavía en calcetines, se peleaban por saber cuál de los dos tendría el inmenso honor de cerrar la casa con llave.
Empezaba a ponerme nervioso y estuve a punto de gritar que llegábamos tarde, que si seguíamos así se haría de noche antes de que consiguiéramos salir y que el entrenador me iba a matar... o peor, ¡no me dejaría competir! Pero sabía que no me serviría de nada, así que apreté los puños, tomé a mamá del brazo para que dejara de revolotear como una veleta y le mostré el papel que llevaba en la mano. Su suspiro de alivio fue tan fuerte que parecía un globo desinflándose. Agarré la mochila y bajé corriendo por las escaleras mientras mamá miraba a los gemelos con el ceño fruncido y las cejas casi juntas. ¡Eso no era buena señal, para nada! Escuché las primeras explosiones del volcán de su ira en el momento en que llegaba abajo... Lila y Gastón iban a quedar carbonizados, pero me importaba un comino. Al menos así se darían prisa.
Siete minutos y treinta y dos segundos más tarde, todo el mundo estaba en el coche con el cinturón puesto. Gastón estaba visiblemente enojado y Lila se sorbía los mocos, pero a mí me daba igual. Llegábamos por los pelos, era todo lo que me importaba.
Llegamos a la piscina, Mamá me dio un beso rápido y me dijo por enésima vez que no perdiera los calcetines.
Luego se marchó corriendo para llamar al orden a mis dos espantosos hermanos que empezaban a salpicarse en las duchas completamente vestidos. Con los labios tan apretados que se le habían puesto blancos, los agarró por la cintura y les quitó los pantalones para escurrirlos. En ropa interior y sobreexcitados, empezaron un concurso de muecas terroríficas a sus espaldas.
Me encontré solo en el vestuario. Empezaba a sentir un nudo en el estómago. Menos mal que, al salir, me encontré con mi equipo que se acercaba al borde de la piscina. Nos sentamos, las chicas a la derecha de la mesa de los jueces y los chicos a la izquierda.
Las carreras empezaron con los 25 metros crol femeninos.
Cada vez que daban la salida, el papá de Arturo le daba consejos sobre la posición de los brazos, de la espalda y la respiración. Nos reíamos escondiendo la cabeza tras la toalla, mientras imitaba los movimientos del crol, con gorro y traje de baño, en puntas de pie al borde de la piscina.
Al otro lado de la piscina, Lila ya había tirado su muñeca al agua tres veces y mamá tuvo que pedir que le prestaran un palo para sacarla.
Clemen llegó la última de su serie. Se puso a llorar mientras que su mamá la abrazaba envuelta en la toalla. Hubiera ido a consolarla, pero estaba con mis amigos y no me atreví. Le hice una señal con el dedo, pero no me vio.
Me tuve que concentrar de nuevo, pues ya habían empezado los 25 metros crol masculino y pronto me tocaría a mí. Delante de mí, pasaban una y otra vez las chanclas del socorrista haciendo «chas, chas». El nudo en el estómago no paraba de crecer y el corazón me latía cada vez más deprisa.
El entrenador me vino a buscar para colocarme delante de la calle n.° 2. Le seguí con los ojos clavados en los azulejos azules y blancos del borde de la piscina. Casi tropiezo al llegar. Me hubiera caído al agua antes de que empezara la carrera. ¡Menuda pesadilla! Una vez ubicado en el taco, el agua que me esperaba me pareció helada. No tenía para nada ganas de tirarme. Si seguía así, en lugar del clavado perfecto que tanto había ensayado, me iba a dar un panzazo.
Menos mal que en ese momento el entrenador pasó detrás de mí. Me apretó un poco el hombro y me dijo bajito: «Vamos, Rafael, hazlo tan bien como en el último entrenamiento». Aspiré una bocanada de aire para tranquilizarme.
Cuando el juez tocó el silbato, me tiré al agua y empecé a nadar con todas mis fuerzas. Me esforzaba por encadenar los movimientos de los brazos y por nadar muy recto. Cada vez que sacaba una oreja del agua escuchaba gritar a Lila y Gastón: «¡Rafael, Rafael!»
A mitad de trayecto se me empezaron a empañar las gafas. ¡Eso no me gusta nada! En general me paro para limpiarlas, sujeto a las boyas, antes de seguir, pero hoy era impensable. Empañadas o no, ¡tenía que seguir!
Solo quedaban 8 metros. Me estaba quedando sin aliento. Quise respirar más fuerte, pero tragué un poco de agua. Me lloraban los ojos. Me quemaba la garganta. Casi empiezo a toser.
Solo quedaban 5 metros. Me dolían los hombros. Ya no sentía las pantorrillas. Para aguantar, volví a pensar en los campeones olímpicos que había visto en la tele y mantuve el impulso concentrado en cada uno de mis movimientos.
Solo 3 metros ¡Casi había llegado! Avancé hasta el borde de la piscina sin mirar a mi alrededor.
Solo quedaban 10 centímetros. En un último impulso estiré los brazos todo lo posible en el agua hasta tocar el muro con los dedos. Puse los pies en el suelo y eché un vistazo con el rabillo del ojo a la derecha. Nadie. A la izquierda. Nadie.
Eso quería decir que... ¡había ganadooooooo! Me bajé las gafas. Me hubiera quitado el gorro para peinarme un poco... pero estaba prohibido. Pasé por debajo de las boyas, me acerqué a la escalera y me preparé para el torrente de aplausos que acompañaría mi salida de la piscina.
Pero cuando llegué al final de la escalera, no me encontré con un público delirante celebrando mi victoria. Peor todavía, ni siquiera el aplauso más minúsculo. Todos los espectadores estaban mirando a Lila y Gastón. ¡Habían hecho tanto el idiota mientras me alentaban que todo el mundo estaba sacando fotos a esas dos fierecillas en vez de mirarme a mí!
Solo quedaba mamá, que me saludaba desde las gradas para felicitarme.
Sentí una furia sorda que me subía por la garganta. Me empezaron a picar los ojos, y no era por el cloro de la piscina... Casi me pongo a gritar cuando sentí que alguien llegaba por detrás. Me di la vuelta. Clemen me sonreía. Me dio un suave beso en el cachete antes de marcharse corriendo al vestuario. Sus labios estaban fresquitos y todavía tenía el pelo mojado.
Creo que me puse colorado hasta la punta de los dedos de los pies. ¡Estoy muy contento de que eso tampoco lo haya visto nadie!